En Marruecos, el viernes no es solo el último día laborable de la semana: es un día sagrado, cargado de simbolismo religioso, social y familiar. El llamado a la oración del mediodía marca el punto culminante de la jornada, cuando los fieles acuden a las mezquitas para escuchar el jutba —el sermón del imán—, y las casas se impregnan del inconfundible aroma del cuscús al vapor.
Más que una coincidencia, esta sincronía entre el rezo y el plato nacional es una expresión de identidad colectiva. Desde las montañas del Rif hasta las dunas del Sáhara, desde las costas atlánticas hasta las aldeas del Atlas y los oasis del sur, cada viernes Marruecos se detiene para compartir un mismo gesto: el del cuscús, símbolo de hospitalidad, unidad y baraka.
Un plato con raíces en la historia
El cuscús —o seksu, como se conoce en el dialecto amazigh— tiene una historia milenaria en el Magreb. Según la UNESCO, que lo inscribió en 2020 como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, “el cuscús refleja la convivencia y la transmisión intergeneracional de conocimientos, tradiciones y valores”.
Su preparación, que combina sémola de trigo, verduras y carne (a menudo de cordero o pollo), ha sido transmitida de madres a hijas y de cocineros a aprendices, manteniendo vivas las técnicas ancestrales de cocción al vapor en la kesria, el tradicional recipiente de barro o metal.
El viernes, día del alma y de la mesa
El viernes, o yawm al-jum‘a, ocupa en el islam un lugar comparable al domingo cristiano o al sábado judío. Es un día de reunión, de oración colectiva, pero también de introspección. En Marruecos, esta dimensión espiritual se entrelaza con la vida cotidiana: tras el rezo, las familias se sientan juntas a disfrutar del cuscús, un acto que, según el sociólogo marroquí Abdellah Hammoudi, “refuerza la idea de comunidad, jerarquía y hospitalidad dentro de la estructura familiar”.
El momento del cuscús no es meramente gastronómico, sino social. En muchos barrios, el olor del guiso actúa como señal: los vecinos saben que es viernes antes de mirar el reloj. Los mercados también lo reflejan; desde primeras horas, los tenderos exhiben montones de sémola fresca, garbanzos, calabazas y nabos, mientras las carnicerías preparan cortes especiales de cordero.
Una práctica que atraviesa generaciones
Más allá de las diferencias sociales o regionales, el cuscús del viernes une al país entero. En Casablanca, familias urbanas lo preparan en cocinas modernas; en aldeas del Alto Atlas, se sigue haciendo sobre brasas, con técnicas que no han cambiado en siglos.
Para muchos jóvenes marroquíes que viven en el extranjero, el cuscús del viernes es también una forma de conexión emocional con su tierra. En ciudades como París, Medellín o Montreal, asociaciones de la diáspora organizan almuerzos comunitarios donde el plato se convierte en emblema de pertenencia y memoria.
Entre la devoción y la convivencia
La antropólogo marroquí Rahma Bourquia ha señalado que las prácticas alimentarias en Marruecos no pueden separarse de su contexto espiritual: “Comer juntos, especialmente en viernes, es una forma de compartir baraka —la bendición divina—”.
Así, el viernes marroquí no se entiende sin su doble dimensión: la plegaria y el cuscús. Una hacia Dios, la otra hacia la comunidad. Dos gestos que, desde tiempos antiguos, siguen recordando que la espiritualidad también se cocina, se comparte y se saborea.
El país unido por un mismo ritual
En las doce regiones del Reino, el día viernes conserva su poder de convocatoria. No distingue entre ciudades, montañas ni desiertos: allí donde ondea la bandera marroquí, el cuscús del viernes sigue siendo un acto de fe y de unión.
Más que un simple almuerzo, es una manera de decir —sin palabras— que Marruecos sigue siendo una sola mesa, compartida por todos.


Deja una respuesta